
Nuestro gobierno, ¿sigue siendo “del pueblo”?
El pasado 19 de noviembre hizo 150 años en que Abraham Lincoln pronunció el mejor discurso de la historia americana. Ante el sangriento cambo de batalla de Gettysburg, Lincoln exhortó a la fracturada nación a dedicarse a la “tarea que aún resta” tras la batalla. En sólo 10 frases (272 palabras en inglés) dejó en claro las trascendentales implicaciones de la Guerra Civil: “que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.
Hizo falta una larga Guerra Civil y cientos de miles de muertos, pero finalmente Estados Unidos se deshizo del azote de la esclavitud y triunfó la causa democrática, confirmando así la opinión de Lincoln de que “las papeletas son las correctas y pacíficas sucesoras de las balas”.
Sin embargo, el desafío para el gobierno democrático no desaparecería. A finales del siglo XIX, surgió en Estados Unidos el movimiento progresista. Aquellos progresistas, al igual que sus actuales herederos, tenían una relación paradójica con la democracia.
Por un lado, defendían las reformas democráticas, como el referéndum, la iniciativa popular y la elección directa de los senadores (los progresistas actuales están a favor de la elección popular del presidente).
Pero por otro lado, los progresistas (de nuevo al igual de sus actuales herederos) albergaban una profunda desconfianza hacia el poco refinado populacho.
“El grueso de la humanidad carece de fundamentos filosóficos, y hoy en día vota el grueso de la humanidad”, escribió Woodrow Wilson. O “se aferran a las armas, a la religión o a la antipatía hacia las personas que no son como ellos”, según la tristemente célebre formulación del presidente Obama.
Pero no todo está perdido, siempre que depositemos nuestra fe en el gobierno de expertos, esos “centenares que son sabios”, en palabras de Wilson. A partir de estos cuantos iluminados, los progresistas desarrollarían el Estado administrativo moderno: el gobierno de las élites, por los burócratas y para lo que ellos afirman que es lo mejor para el pueblo. En pocas palabras, el gobierno sobre el pueblo.
Hasta el día de hoy, el progresismo se continúa presentando con la etiqueta de “todo para el pueblo”, a pesar de que sencillamente no confía en que el pueblo sepa qué cosas son por su propio bien.
Al pueblo se le debe decir qué tiene comer, qué focos tiene que comprar y qué seguro médico tiene que adquirir. Y se debe anular su voluntad cuando no vote “del modo correcto”, como cuando se defiende la definición tradicional de matrimonio, por ejemplo.
En efecto el progresismo ha redefinido la democracia siguiendo un patrón paternalista: haciendo uso de los medios que sean necesarios, promulgar aquello por lo que la gente votaría, en el caso de que fuesen lo suficientemente ilustrados como para saber qué es lo mejor para ellos.
Pero, por supuesto, eso no es democracia. Además de ser incompatible con lo que en El Federalista James Madison denominó como “esa honrosa determinación que anima a todos los partidarios de la libertad a asentar todos nuestros experimentos políticos sobre la base de la capacidad del género humano para gobernarse”.
Simplemente por afirmar que un gobierno es para el pueblo no hace que éste sea un gobierno democrático. Como nos enseñó Lincoln en su Discurso de Gettysburg, también debe ser del y por el pueblo.