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De Vacaciones en la antartida! …Un viaje sorprendente!

Cumplir el sueño de una apasionante aventura en la gélida geografía de la Antártida ya no es imposible en Uruguay, un país en el que la nieve y el hielo sólo se ven en las películas y en las fotos. Ahora, algunos de los misterios del continente blanco pueden ser desvelados con sólo apuntarse en un viaje a la base científica Artigas que Uruguay tiene en la Antártida desde hace 20 años, en el marco de una iniciativa turística organizada por el Instituto Antártico Uruguayo en colaboración con el Ministerio de Turismo.

Un sueño hecho realidad

Mil doscientos dólares a cambio de cinco días en la Base Científica Antártica Artigas es la oferta por un pasaje a lo desconocido. Muy lejos de Montevideo, la ciudad chilena de Punta Arenas se convierte en la primera escala para un grupo de uruguayos dispuestos a gozar del privilegio de viajar a un lugar al que muchos soñaron llegar desde pequeños, como el odontólogo Ricardo Méndez.

“A los once años me acuerdo que hice un mapa en la escuela y con plastelina blanca creé la Antártida. En ese momento decidí que un día vendría”, confiesa Ricardo con emoción, la misma que siente el resto del grupo que convirtió al Hércules, que durante tres horas voló de Punta Arenas a la base, en un avión desbordante de ansiedad.

“Por fin, llegamos”, era lo que expresaban los ojos de todos: técnicos de la compañía estatal de aguas, científicos, invitados, turistas y hasta la tripulación, habituada ya a los aterrizajes en el aeropuerto Marshall, en la isla Rey Jorge, a 150 kilómetros del Círculo Polar Antártico.

A pesar de los trajes especiales con los que todos cubrían sus cuerpos, la sensación térmica de -10 grados hacía mella, aunque agregaba magia e incertidumbre.

Excitados, los pasajeros fueron recogidos por dos vehículos oruga donados por Canadá y trasladados a la base científica. Allí comenzaron a sentirse recompensados y más aún cuando Horacio Acosta, el más veterano del grupo, revela un dato que conoció en Chile.

“Vale la pena. Mira lo que encontró Rubén (Weiszman, un contador de 65 años) en Punta Arenas: un viaje de un sólo día (a la Antártida) por 1,787 dólares”, comenta sonriendo.

Lo interrumpe Méndez, quien a los 85 años decidió hacer realidad el sueño que una vez construyó en plastelina y conocer “uno de los lugares más mágicos de la tierra”, según asegura. Y por si esto fuera poca logró convencer a una amiga de la juventud, Beatriz Silva (81), quien aceptó encantada emprender la travesía. “No saben lo feliz que estoy. Era uno de mis sueños”, dice Beatriz, plegándose a la alegría del grupo.

Cuarenta y dos pasajeros transportó el Hércules. Sólo nueve pagaron el viaje, mientras otros tantos fueron invitados.

El resto vino con una función concreta: crear un nuevo sistema de sustracción de agua dulce del lago Uruguay, conocer las condiciones para instalar una nueva antena de recepción de televisión, obtener muestras para hacer un estudio de la resistencia de las bacterias a los antibióticos, estudiar el movimiento de las placas terrestres e investigar sobre la vida de los microorganismos.

“Este es el único continente virgen que existe. Por ello está íntegramente dedicado a la investigación”, explica al grupo el jefe de la base, mayor Gustavo Allende, el encargado de recibirlos.

De hecho, según afirmó el propio ministro de Turismo de Uruguay, Pedro Bordaberry, el objetivo último de traer turistas es obtener dinero con el que financiar tanto esos proyectos como la base en sí, cuyos recursos quedaron muy mermados tras la crisis financiera por la que atravesó el país en el 2002.

Ocho personas “hacen patria” durante todo el año en la base. El cocinero, el buzo operador, el electricista, el mecánico y el jefe del asentamiento conforman el personal permanente; el doctor, el meteorólogo y el radio operador, el rotativo.

Ha cambiado el número de personas que solía haber -cuatro menos debido a drásticos recortes desde la crisis-, pero no las temperaturas, que oscilan desde una media de un grado sobre cero en verano hasta los -20 en invierno, con sensaciones térmicas de hasta -65.

“En esos casos extremos, si alguna parte de nuestro cuerpo está expuesta al aire exterior, podemos correr el riesgo de quemaduras o incluso de congelación”, asegura Allende ante los boquiabiertos huéspedes.

Desde octubre, cuando comenzó el programa turístico, se ha viajado una vez por mes.

La base está conformada por siete módulos prefabricados rectangulares de color rojo, llamados wannigans, con un sistema de puerta doble que impide al gélido viento colarse al interior, que permanece caliente.

Dentro del mayor de ellos, sofás, libros, películas, dos ordenadores con internet y una mesa de billar conforman un ambiente que, junto al delicioso olor que surge de la cocina contigua, hace recordar al acogedor rincón de la casa de la abuela, más que a un campamento ideado por militares.

Detrás de los módulos aparece un helipuerto valizado con piedras pintadas de rojo. “Antes había luces, pero la crisis también las cortó”, explicó el teniente coronel Carlos Cabara, uno de los guías del grupo, que fue jefe de base durante 12 meses.

El mismo recorte se llevó al helicóptero a Montevideo porque no se podía mantener en la base. El asentamiento se encuentra en la bahía Maxwell, a 80 millas (148 kilómetros) del continente antártico y a 17 metros sobre el nivel del mar.

Está enmarcado entre el glaciar Collins (10 mil años, 25 kilómetros de largo por 5 de ancho y casi uno de profundidad) y el lago Uruguay, y dista 50 metros de las gélidas aguas, por donde de vez en cuando se pasea alguna ballena azul buscando krill con el que alimentarse, expulsando aire desde su lomo y haciendo las delicias de los turistas.

No son las únicas visitantes. Al “barrio” también llegan los pingüinos antárticos y los babiscos. Torpes en tierra, veloces en el agua, sorprenden y entusiasman a Mar, una española de 22 años que junto a su madre ha sido invitada por el Gobierno uruguayo a visitar la Antártida porque representan a una organización no gubernamental que colabora con el Estado.

“¿Has visto cómo se zambullen? Parecen niños a quienes les da miedo el agua”, exclama.

Cincuenta metros más adelante, Jorge Cristy, un contador de 40 años, casi pisa a una foca de más de un metro de largo: “no la había visto”, dice como disculpándose.

Se forma entonces alrededor de ella un grupo que discute sobre la idoneidad de acercarse y, sobre todo, de tocarla.

“Nos han dicho que no la molestemos”, comentan unos. “Pero no está asustada”, aseguran otros. “Está enferma”, adivina una viajera; “es posible que esté embarazada”, inventa otro.

Al final, nadie escapa a la tentación de la foto junto al inmenso anfibio, que se confunde con las piedras y los bloques de hielo que se esparcen de forma discontinua por la playa.

Es difícil “contener” al grupo. En la parte norte de la isla se encuentra el estrecho de Drake, a mil millas náuticas (1,850 kilómetros) del continente, donde descansa una colonia de elefantes marinos.

Cabara, Allende y el capitán de navío Daniel Ressia intentan sin mucho éxito evitar que el grupo moleste a los inmensos animales, que rugen para asustar a los humanos, pero que terminan reptando y metiendo en el mar, su hábitat natural, sus casi dos toneladas de peso.

Minutos antes de casi chocar con la foca, Jorge recibió una amonestación del teniente coronel Cabara por haberse ido a pasear por debajo del glaciar Collins sin ser consciente del peligro que corría por causa de los comunes desprendimientos que padece en verano la masa de hielo.

Por ser el más experimentado del equipo, Cabara es el que dirige el ascenso al glaciar: esforzados, los turistas suben caminando, evitando las grietas y los salientes de agua, comunes en el verano austral y que demuestran a ojos vista que la gran masa de hielo se está deshaciendo.

Cuando el viento sopla del sudeste, los múltiples icebergs que están a la deriva en la bahía Maxwell desprenden fragmentos, en un espectáculo multicolor que eriza la piel de más de uno.

Cinco días han transcurrido. Es hora de subirse a ese amasijo de cables, argollas, hierros y cajas, el Hércules, rumbo a Punta Arenas. “Aquí no hay nada superfluo”, comenta Acosta mientras intenta acomodarse de nuevo en esa malla roja que es el asiento del avión, y seca sus ojos, dañados por los -18 grados de sensación térmica del día anterior.

A la octogenaria Beatriz aún la invade la sorpresa. Todavía no puede creer que fue testigo de lo que ella llama una “magnífica experiencia”.

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