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¿Por qué nos gusta tanto el chisme? Un reflejo de lo más humano en nosotros

¿Por qué nos gusta tanto el chisme? Un reflejo de lo más humano en nosotros

Desde conversaciones casuales en la cocina de una oficina hasta hilos virales en redes sociales, el chisme está en todas partes. Se desliza entre susurros, se filtra en reuniones familiares y se multiplica en grupos de WhatsApp. Aunque se le suele mirar con recelo —como algo frívolo, dañino o poco ético— lo cierto es que el chisme ha acompañado al ser humano desde los albores de la civilización. Y no es casualidad. Lejos de ser una práctica inútil o maliciosa, el chisme cumple funciones profundas que hablan de nuestra necesidad de pertenecer, entender, protegernos… y también de controlar.

De los fogones prehistóricos a los timelines digitales

El interés por la vida ajena no es nuevo. Los antropólogos afirman que, incluso en las primeras comunidades humanas, compartir información sobre otros era una herramienta de supervivencia. Saber quién era confiable, quién rompía las reglas del grupo o quién tenía conflictos podía marcar la diferencia entre vivir o morir, entre colaborar o ser traicionado.

Robin Dunbar, profesor de antropología evolutiva en la Universidad de Oxford, propuso una teoría fascinante: el lenguaje humano evolucionó precisamente para facilitar lo que él llamó “chisme social”. En lugar de depender del contacto físico, como los primates que se acicalan para reforzar lazos, los humanos aprendimos a usar las palabras para mantener unidos a grupos cada vez más grandes. Así nació el chisme: como una forma eficaz de cohesionar a la comunidad mediante relatos sobre la conducta de otros.

En otras palabras, chismear nos hizo humanos.

El chisme como brújula moral

Más allá del entretenimiento, el chisme tiene un propósito: transmite normas sociales. Cuando alguien cuenta que un compañero fue despedido por robar o que una pareja fue admirada por ayudar a un vecino, se está reforzando una idea colectiva de lo que está bien y lo que está mal. El chisme actúa como una narrativa social que educa sin necesidad de sermones.

Es, en cierto modo, un sistema informal de justicia. Nos permite señalar al transgresor y al héroe sin necesidad de acudir a tribunales o aplausos públicos. Este sistema de información y juicio colectivo funciona como una red de aprendizaje constante: aprendemos qué hacer —o qué evitar— observando las historias ajenas.

Pertenencia, poder y exclusión

Pero no todo en el chisme es funcional o inocente. Hay un lado oscuro: el poder. Tener acceso a información privilegiada otorga estatus. “Yo sé algo que tú no sabes” no es solo una frase trivial; es una declaración de jerarquía. Quien tiene la información controla la narrativa y, en algunos casos, puede usarla para manipular, excluir o atacar.

El chisme puede incluir, pero también puede marginar. Puede integrar a alguien a un grupo, pero también puede ser la herramienta que lo saque. En contextos escolares, laborales o familiares, el chisme malintencionado puede convertirse en acoso, generar rupturas profundas o incluso dañar psicológicamente a una persona.

La diferencia entre un chisme que une y uno que hiere no está en el tema, sino en la intención. ¿Se comparte para comprender, para advertir, para procesar? ¿O se comparte para humillar, exhibir, destruir?

¿Y por qué no podemos evitarlo?

Porque nos importa la gente. Porque somos seres sociales por diseño. Porque vivimos en comunidades complejas donde entender la conducta de otros nos permite anticiparnos, cuidarnos, y también soñar. El chisme, en su versión más benigna, es una forma de construir identidad: nos ayuda a saber quiénes somos en relación con los demás.

Además, en una era donde la imagen pública está más expuesta que nunca, el chisme se ha digitalizado. Lo que antes se contaba en un café ahora se viraliza en segundos. Aun así, su esencia sigue intacta: buscamos sentido en las acciones ajenas para comprender las nuestras.

Una oportunidad para reflexionar

Más que eliminar el chisme —una tarea imposible y probablemente indeseable—, quizá el reto esté en transformarlo. En vez de difundir rumores destructivos, podemos usar esa energía para compartir historias que inspiren, que alerten, que conecten.

El chisme responsable sí existe. Se parece más a una conversación informada, crítica, incluso ética. Nos permite discutir lo que ocurre en nuestras comunidades y mantener vivas las redes de apoyo que nos sostienen.

El chisme es un espejo. Refleja lo que valoramos, lo que tememos, lo que admiramos y lo que juzgamos. No se trata de convertirlo en virtud, sino de entenderlo como parte inherente de nuestra humanidad. Nos guste o no, hablar de otros es también una forma de hablar de nosotros mismos.

Y si al final del día, después de leer o escuchar un chisme, nos preguntamos “¿por qué esto me interesa tanto?”, quizás descubramos que lo que buscamos no es el escándalo… sino pertenecer, entender y aprender.

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