Wednesday, May 14, 2025
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Ferias, Tianguis Y Mercados: Donde La Comida No Se Sirve, Se Vive

No tienen estrellas Michelin, ni reservaciones digitales, ni decoración minimalista. Pero en ellos se cocina lo esencial: historia, identidad y comunidad. En los mercados tradicionales de América Latina, el turismo no se disfraza de lujo: se mezcla con el bullicio, el olor a leña, el maíz hirviendo y el sonido de los cuchillos que no paran. Son lugares donde el hambre no se satisface solo con comida, sino con relato.

En tiempos donde los destinos más populares compiten por vender experiencias “auténticas”, los mercados son los pocos espacios que no necesitan inventarse nada: su autenticidad es la cotidianidad misma.

Más que alimentos: cultura a cucharadas

Un turista puede probar mole en un restaurante de lujo en la Ciudad de México, pero si no lo ha probado en el Mercado 20 de Noviembre en Oaxaca, servido por una mujer que lo aprendió de su madre y su abuela, probablemente solo probó una versión. Porque en los mercados, cada platillo viene con una genealogía. Cada aroma cuenta una historia. Y cada venta es un acto de transmisión cultural.

Visitar un mercado no es solo consumir productos locales. Es ver a la economía informal en funcionamiento, escuchar la lengua indígena que aún sobrevive, conocer los ingredientes que no figuran en los supermercados y descubrir las texturas que no caben en una fotografía.

Tianguis, ferias y plazas: las mil formas de nombrar un corazón

En México se llaman tianguis —del náhuatl tianquiztli, “mercado”— y pueden ser fijos, móviles, diarios o semanales. En Bolivia, son ferias comunitarias. En Perú, se les conoce como plazas de abasto, y en Guatemala, como mercados populares. Pero en todos los casos son mucho más que puntos de venta: son centros vivos de relación social, memoria colectiva y resistencia económica.

En La Vega Central de Santiago de Chile, por ejemplo, las caseras —vendedoras tradicionales— conocen a sus clientes por nombre, saben qué tipo de ají usan para el charquicán y cuánto pueden pagar. En San Telmo, Buenos Aires, entre antigüedades y turistas, aún sobrevive el aroma de los choripanes servidos con salsa criolla, mientras en Medellín, el Mercado de la Minorista ofrece desde frutas amazónicas hasta fritangas hechas al momento, con música de fondo que nunca para.

Comer en los mercados no es solo más barato, es más real

El turista que se adentra en un mercado no entra en una atracción, entra en un ecosistema. Allí, el tiempo se mide por la cosecha, la temporada y la demanda. No hay menús traducidos ni precios inflados. Hay sazón, improvisación y gente que vive de lo que cocina.

Y si bien muchos viajeros asocian estos espacios a comida “típica”, en realidad son más bien laboratorios vivos de mestizaje gastronómico. En el mercado Central de Lima conviven ceviches tradicionales con sánguches orientales. En el de Santa Ana en El Salvador se mezclan pupusas con panes rellenos de huevo duro y rábanos. En cada puesto, se cruzan tradiciones, migraciones y adaptaciones.

¿Turismo o respeto?

Una pregunta inevitable es si el turismo contamina o revitaliza estos espacios. Y la respuesta depende de cómo se llegue. Si el visitante se comporta como consumidor, probablemente lo distorsione. Pero si llega como observador respetuoso —curioso, humilde, silencioso al principio—, el mercado se abre. Porque los mercados tienen esa sabiduría ancestral: saben cuándo alguien viene de paso y cuándo alguien viene a aprender.

Por eso, algunos recorridos guiados por mercados están siendo diseñados no para mostrar “lo pintoresco”, sino para educar. Guías que explican el origen de cada platillo, la historia del vendedor, la injusticia detrás del precio. Incluso en algunas ciudades, como Quito o Ciudad de Guatemala, hay programas de capacitación para vendedores que quieran contar su historia con dignidad y no como espectáculo.

El verdadero menú de América Latina está en sus mercados

Mientras muchas ciudades crean experiencias gastronómicas “curadas” para el viajero global, los mercados siguen haciendo lo suyo sin pretensión: cocinar, alimentar, conversar, sobrevivir. En tiempos de turismo digital, estos espacios son todavía analógicos. Se negocia cara a cara. Se huele antes de pagar. Se escucha el aceite sonar y se prueba la fruta con la mano.Allí no se sirve comida: se sirve historia, barrio, comunidad. Por eso, los mercados no deberían ser un atractivo más. Deberían ser un punto de partida para entender el país que se visita. Y una oportunidad para preguntarnos si, al viajar, estamos buscando una foto… o un encuentro.

Frank G. Salas
Frank G. Salas
Independent Journalist | Escritor enfocado en informar con propósito, conectar realidades y fomentar el diálogo en temas sociales, culturales y de actualidad.
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