Kilmar Ábrego García: Un Migrante Deportado Por Error Y La Fractura De Un Sistema
La historia de Kilmar Ábrego García, un joven salvadoreño deportado por error desde Estados Unidos en marzo de 2025, revela algo más que una falla burocrática. Es la manifestación de un sistema migratorio incapaz de corregirse a tiempo, un aparato legal fragmentado entre poderes que no se escuchan y una diplomacia interesada más en proteger relaciones estratégicas que en salvaguardar vidas.
Con 29 años y un historial probado de persecución por pandillas en El Salvador, Ábrego residía legalmente en Maryland bajo protección judicial. Un juez federal había ordenado que su deportación fuera suspendida mientras se evaluaba su caso de asilo. Aun así, agentes migratorios ejecutaron su expulsión alegando un error de coordinación interna. No fue el sistema el que falló. Fue la voluntad de protegerlo la que no existió.
Actualmente, Ábrego permanece detenido en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la megacárcel construida por el gobierno de Nayib Bukele como símbolo de su política de mano dura contra las pandillas. No pesa sobre él una acusación formal ni una condena. Su reclusión responde, en palabras del mismo Bukele, a que Estados Unidos “liberó a un potencial criminal” que su gobierno no está dispuesto a dejar en libertad.
Entre Washington Y San Salvador: Una Negación De Responsabilidades
Desde que se hizo pública la deportación de Ábrego, la respuesta de la administración Trump ha oscilado entre la negación técnica y la justificación diplomática. Cuando la jueza federal Paula Xinis exigió acciones concretas para el retorno del joven salvadoreño, el gobierno respondió con gestos mínimos. A la Corte Suprema le bastó con suavizar el mandato judicial: en lugar de ordenar la “repatriación” de Ábrego, instruyó al Ejecutivo a “facilitar” su regreso. Esa sola palabra, jurídicamente ambigua, permitió a la Casa Blanca replegarse en el argumento de que no puede obligar a otro país soberano a entregar a un ciudadano bajo custodia.
Bukele aprovechó esa grieta. Su negativa a devolver a Ábrego no solo desobedeció la lógica diplomática habitual entre aliados, sino que fue enunciada públicamente en una reunión con Trump en la Casa Blanca, como un acto de lealtad al discurso de seguridad que ambos comparten. “No vamos a convertirnos en refugio de pandilleros liberados por la negligencia estadounidense”, dijo. Para el gobierno salvadoreño, Ábrego es una pieza política. Para el estadounidense, una anomalía administrativa. Para el sistema, un problema indeseado.
Ausencia De Procesos Claros Y Protecciones Efectivas
Lo que convierte este caso en una señal de alarma no es solamente la deportación errónea, sino la imposibilidad de corregirla, aun cuando las pruebas legales están sobre la mesa. Ábrego contaba con documentos judiciales activos que prohibían su remoción del país. Sus abogados presentaron apelaciones dentro de los plazos establecidos. La agencia encargada de su custodia sabía de la orden judicial. Aun así, fue deportado.
Esto evidencia una desconexión estructural entre las cortes y las agencias migratorias, pero también un clima en el que el endurecimiento de las políticas migratorias permite que errores graves se gestionen con indiferencia. En nombre de la seguridad nacional y el control fronterizo, el margen de error aceptable se ha expandido, incluso cuando las consecuencias son irreparables.
La defensa de Ábrego sostiene que su reclusión en el CECOT constituye una forma de detención extrajudicial, ya que no hay evidencia que lo vincule a pandillas, y ninguna autoridad salvadoreña le ha formulado cargos. Tampoco ha tenido acceso regular a sus abogados ni a observadores independientes. Este tipo de detención viola normas básicas del debido proceso, reconocidas por tratados internacionales firmados tanto por Estados Unidos como por El Salvador.
Una Historia Que Expone Una Estrategia Mayor
El caso no es aislado. Bajo el segundo mandato de Trump, el enfoque migratorio ha privilegiado la rapidez en las expulsiones, la flexibilización de controles judiciales y la expansión de acuerdos con gobiernos centroamericanos para contener migrantes. A esto se suma la retórica de criminalización, que presenta a migrantes como potenciales amenazas antes que como solicitantes de protección. En ese contexto, errores como el de Ábrego no son simples excepciones: son el resultado lógico de un sistema que prioriza la disuasión por encima de la precisión.
Documentos internos filtrados por organizaciones de defensa de los derechos migrantes revelan que, en los últimos 18 meses, al menos una docena de personas han sido deportadas a países centroamericanos a pesar de contar con órdenes judiciales activas o peticiones de asilo pendientes. Algunas han sido detenidas sin cargos, otras han desaparecido, y sus casos no han recibido seguimiento institucional.
Lo Que Está En Juego
Más allá del destino individual de Kilmar Ábrego García, lo que este caso plantea es una pregunta inquietante: ¿hasta dónde puede llegar un gobierno al endurecer su política migratoria sin sacrificar los principios básicos del Estado de derecho? El silencio posterior a la deportación de Ábrego, el incumplimiento de la orden judicial y la pasividad frente a su detención en condiciones cuestionables no son simples omisiones. Son decisiones que marcan el rumbo de una política pública que se ha vuelto insensible a sus errores.
La historia de Ábrego debería incomodar a quienes diseñan, ejecutan y permiten políticas migratorias que operan bajo la lógica del castigo. Dejarlo en una prisión sin cargos, ignorar la orden de una corte y convertirlo en rehén de una relación bilateral, no solo lo desprotege a él, sino que envía un mensaje claro: ni siquiera la legalidad es garantía de resguardo.